«Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» (Ludwig Wittgenstein)
El idioma que hablamos y el conocimiento que tenemos de nuestro propio lenguaje determina quiénes somos. En Namibia, por ejemplo, la tribu Himba es capaz de distinguir y mencionar tipos de verde que para nosotros son irreconocibles, mientras que para el azul no tienen término que lo nombre. También en Japón denominan ‘luz azul’ al verde del semáforo, ya que durante muchos años se utilizó el mismo término para ambos colores, aunque por el caso contrario: no existía la palabra «verde».
Nuestro lenguaje está determinado por nuestra realidad o, dicho de otro modo, aquello que no contemplamos no requiere que ideemos ningún término para nombrarlo. Si para nosotros no es necesario conocer muchas tonalidades de verde diferente, llamaremos a todas ellas por el mismo nombre (verde, a secas). El mundo puede ser el mismo para distintas culturas, pero la realidad de cada una de ellas es diferente y, por tanto, también lo son sus necesidades comunicativas.
Teniendo esto en cuenta, es importante pararse a pensar cómo nuestra realidad está determinada por nuestro lenguaje. Aquello que no es necesario mencionar, deja de existir en el imaginario colectivo de una sociedad: son términos abocados a la desaparición y su muerte puede provocar que en un futuro se desconozcan tanto su significante como su significado. Pensemos, por ejemplo, en las enaguas: ¿sabrán dentro de 50 años lo que son? ¿Podrán identificarlo e imaginarlo, sin recurrir a Internet, cuando lo lean en una novela?
Regresemos un momento a la cita de Ludwig que encabezaba este artículo y reflexionemos ahora sobre ella: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Cuanto más amplio sea nuestro lenguaje, mayor será también nuestro conocimiento. Los sinónimos comparten un significado genérico común, pero entre ellos presentan matices. Conocer bien esos matices nos hace ser más precisos en nuestra comunicación y en nuestros pensamientos. Otro ejemplo: diferenciar entre los distintos tipos de aves nos hace detenernos ante ellas en la naturaleza. De otro modo, serían sólo pájaros y no les prestaríamos mayor atención. Aquellos términos que aprendemos abren en nuestra mente la puerta a un nuevo concepto, a una nueva idea.
Un claro ejemplo de cómo el lenguaje tiene una influencia clara y directa sobre nuestra mente lo encontramos en la novela 1984, de George Orwell. La neolengua reduce el lenguaje al mínimo para simplificar los pensamientos de los ciudadanos de Oceanía: la idea de libertad desaparece de su cabeza al no existir una palabra que la mencione. La maldad tampoco existe, lo malo es, simplemente «nobueno». Siguiendo el mismo esquema, el Ministerio del Amor es aquel en el que se tortura a los rebeldes, el Ministerio de la Paz trata la guerra, el Ministerio de la Abundancia dirige el racionamiento y el Ministerio de la Verdad manipula la realidad para adaptarla al discurso oficial. Aquello que no puede ser mencionado tampoco puede ser pensado.
Dicho esto: ¿son 140 caracteres suficientes para nuestro cerebro o se nos quedan cortos? Si enseñamos a nuestra mente a buscar siempre los términos más cortos y directos, para que así quepan en nuestro tuit, probablemente acabemos desterrando de nuestro pensamiento aquellos más largos y complejos, precisamente aquellos que introducen matices en nuestro discurso y que nos ayudan a desarrollar, también, pensamientos más complejos. ¡Mejor no hablemos de los emojis, que incluso nos ahorran tener que describir nuestros sentimientos! Ya ni siquiera tenemos que preguntarnos qué nos ocurre y qué nos lo ha provocado: es suficiente con encontrar el dibujo que mejor lo representa. Estamos volviendo a los pictogramas de las cavernas.
Como conclusión, acabaré enlazando la frase de Ludwig con otra del escritor inglés Joseph Addison: «La lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo». El único secreto para mantener una mente ágil y ampliar nuestro mundo a través del lenguaje es leer y, si me lo permitís, escribir y si puede ser a mano mejor, pero sobre eso ya reflexionaremos otro día.
Muy interesante tu artículo, hace años ya me había fijado en que el lenguaje de los esquimales tiene 16 términos para «nieve» (no recuerdo ahora donde leí el dato), evidentemente porque su realidad esta hecha de nieve y es clave para la supervivencia distinguirla. Tu artículo le pone palabras a esa correlación de realidad y lenguaje. Lo que diferencia la cultura de la selva es precisamente la posibilidad de poner nombre. Por eso el primer poder, el más radical es nombrar las cosas. Excelente post.
¡Muchas gracias por tu comentario, Antonio! Me alegro de que te haya gustado mi post 🙂
Lo de escribir a mano… a mi se me hace un mundo jejejeje
Ay, Luis, ¡un cuadernillo Rubio te voy a regalar! 😛 Pues que sepas que está demostrado que escribir a mano estimula el aprendizaje… ¡Tendré que dedicarle un artículo al tema! 😉